Íbamos en un autobús que parecía que se iba a desmontar en cualquier momento. Cada pocos kilómetros, el motor estallaba en una serie de pequeñas explosiones que nos hacían pensar que, en el siguiente tramo, íbamos a quedarnos tirados en mitad de la carretera. Un extraño ruido metálico, similar al de un montón de herramientas moviéndose de un lado a otro dentro de una caja, llenaba el silencio somnoliento del auto.

No podía parar de preguntarme si lograríamos llegar a nuestro destino sin terminar perdiéndonos en mitad de la nada. Mientras tanto, intentaba hacer caso omiso a esos extraños sonidos que inundaban el silencio de la noche, mirando a través de la ventanilla a un paisaje que estaba sumergido en la oscuridad. No había ningún rastro del firmamento ni de la pequeña luna que debería de estar bañándolo todo con su clara luz. Era incapaz de ver el yermo paisaje salpicado de matorrales que me decía que por fin estaba en casa, ni la fina capa de polvo que se extendía por él, manchándolo con sus colores desérticos. Empecé a toquitear todo lo que me rodeaba, menos mal que mi compañero de viaje estaba totalmente KO y no iba a pensar que estaba perdiendo el juicio. Abría y cerraba el sistema de ventilación, intentando apagar la corriente de aire frío que salía a través de él; subía y bajaba el reposabrazos, clicando los botones que escondía sin que pasara nada; probé a bajar un poco el asiento y me quedé un rato con cara de salmón embobado mirando al techo, hasta que al final caí en un estado de duermevela.

En un momento dado, dejé de distinguir lo que era real de lo que no, los sueños se mezclaban con la realidad y un montón de pensamientos sinsentido comenzaron a cobrar vida en mi cabeza. De repente, abrí los ojos. ¿Soñaba? Un millar de lucecitas anaranjadas se abrían paso por lo que parecía una enorme ciudad fantasma. Todavía no tenía muy claro si estábamos ya dentro de ella o solo la estábamos rodeando, pero en ninguno de los dos casos, daba la sensación de que fuésemos a poner fin a nuestro largo trayecto. Con el típico empanamiento que se suele tener nada más despertarse, me dejaba llevar por el baile de luces que iban y venían, sin terminar de discernir la forma de los edificios de donde provenían. ¿Dónde me había metido? ¡A ver, si me había saltado la parada correcta y ahora estaba en la otra punta de España!

Aquel repentino nerviosismo me ayudó a salir de mi estado de ameba y los engranajes de mi cabeza empezaron a girar, desengrasando motores. Me pegué lo máximo posible a la ventana. ¡Dios, estaba helada! Por unos segundos, una mancha de vaho desdibujó el paisaje al otro lado del cristal y las luces se volvieron más fantasmales aún. Rápidamente, borré su huella, dejando tan solo unas finas líneas como recuerdo. Creí vislumbrar la gran torre en forma de gota de agua. No debíamos de estar muy lejos de la estación. Sin embargo, la sensación de que nunca terminábamos de llegar no me la podía quitar de encima.

Esperé. Esperé. Esperé… ¡Y aún seguíamos en la carretera, rodeados de esas luces tan horribles! ¿Seguro que esa era la torre? Joder, ¿seguro que era mi ciudad? ¿Cómo no iba a ser capaz de reconocerla? «Ay, pero es que parece mucho más grande y a mí este camino no me suena…». No recordaba ningún viaje en bus que hubiese sido tan largo, sobre todo, una vez habíamos pasado la torre en forma de gota de agua. Pero ¿cómo iba a ser posible algo así? Todo me sonaba, al mismo tiempo que no reconocía nada. ¿No estaría en uno de esos sueños donde se deforman lugares conocidos por otros totalmente inventados?

Mi compañero de viaje seguía enterrado en su enorme abrigo naranja, había optado por ocultar su cara dentro de la capucha de borreguillo para que nadie –o séase yo– le molestara con su charla incesante. No sabía si debía de despertarle o no, necesitaba decirle a alguien lo que ocurría. Tenía la sensación de que algo no andaba bien.

Decidí girarme y buscar la mirada cómplice de otro, sin embargo, el autobús entero dormía. No podía ser… Miré el reloj. Las 3:07 a.m. Bueno, tenía su sentido, pero aun así, ¿cómo podía ser que no hubiese nadie despierto? ¿Ninguna alma caritativa con la que compartir mi desasosiego? Todos los pasajeros parecían maniquíes, cuyos rasgos faciales habían sido distorsionados por la extraña neblina exterior, que ahora parecía ocupar parte del gran vehículo. Un frío aire húmedo se extendía a lo largo del pasillo. «Juraría haber apagado el aire acondicionado…». Volví a mi juego de toquetearlo todo, a ver si tenía suerte y lograba despertar, aunque fuese, a mi compañero de asiento y deshacerme del frío invernal de autobús.

–      ¡Oye! ¡¿Pero qué coño haces?! –¡Misión cumplida!

–      Ay, perdona. Se me han caído los cascos y no los encuentro… –contesté con una fingida voz de preocupación, mientras volvía a colocar en su sitio el reposabrazos de mi acompañante.

–      Espera, que te ayudo a buscarlos, pero no puedes ir molestando así a la gente y menos a estas horas… –Sus palabras eran de enojo, pero había algo en su forma de pronunciarlas que indicaba todo lo contrario.

–      Lo sé, lo sé. Es solo que me he angustiado un poco porque no tengo otros y, si los pierdo, no sé que haré sin escuchar una sola nota de música el resto de mi existencia…– teatralicé.

–      Te entiendo… –dijo en un tono divertido, al mismo tiempo que apartaba su enorme abrigo naranja para inspeccionar su asiento–. Si me quitaran Avenged Sevenfold mi vida dejaría de tener sentido –hizo una pausa–, vaya, siento decirte que aquí no están.

–      ¿Escuchas a Avenged? ¡No me lo puedo creer! ¡Los adoro! “Nightmaarrreee…” –canté con voz ronca, haciendo un cutre intento por imitar la voz de M. Shadows.

–      Bueno, me reconocerás que mejor que Hail to the King, no hay nada.

–      ¿Bromeas? –Por un rato, olvidé que no sabía hacia dónde nos dirigíamos, por no hablar tampoco de que nuestra falsa búsqueda de unos cascos que todavía seguían intactos dentro de mi mochila había pasado a una tercera dimensión–. Reconozco que el disco y, en concreto, la canción son increíbles, pero después del disco de Nightmare no hay nada mejor. El grupo se desnuda y las canciones son mucho más íntimas.

–      ¡Los de atrás! ¡¿Queréis callaros?! ¡Que a nadie le importa una mierda lo que escucháis o dejáis de escuchar!

Nos miramos y empezamos a partirnos de risa, aunque al momento recordamos a nuestro malhumorado conductor y bajamos el tono, pero no las risas. Desde que me había subido al autobús, no había visto el rostro de mi acompañante, ya que este había estado enterrado bajo la capucha de su abrigo durante todo el trayecto. Sin embargo, ahora que lo tenía en frente, no podía apartar la mirada de él. No es que fuese muy guapo, pero tampoco era feo. Me parecía una cara más, aunque sus ojos eran lo que daba vida a ese rostro del montón. Marrones, sí, pero con un brillo que invitaba a descubrir qué había tras ellos –¡obviamente, no es que fuera a sacárselos!–. Además, tenía una sonrisa muy contagiosa, de esas que quedan grabadas en la retina de nuestra particular cámara fotográfica. En conjunto, no era gran cosa, pero tenía todo lo necesario para que atrapara toda mi atención.

–      No sé yo si al final vamos a encontrar tus cascos… ¿Has mirado en tu mochila? –susurró.

–      Ay, pues igual están allí –creo que mi voz me delataba, demasiado exagerada y sorprendida. Sin embargo, si así fue, no hubo señal de que él se diera por aludido.

Mientras rebuscaba en mi vieja mochila roja Eastpak unos cascos que ya sabía dónde se escondían, le pregunté por nuestro extraño viaje.

–      Una cosa, ¿no crees que deberíamos haber llegado ya?

–      Mmm… ¿a qué te refieres? No creo que el conductor se haya saltado una parada así como así – rió. No me estaba tomando en serio.

–      Ya –reí también con cierto nerviosismo–, pero no sé… Hace un buen rato que hemos pasado la Torre del Agua y todavía seguimos dando vueltas sin ver ningún otro edificio.

–      Puede que se haya saltado la salida y estemos dando un rodeo –seguía sin contagiarle mi estado de inquietud.

–      Puede que tengas razón, pero mira por la ventanilla. ¿Te suena algo de lo que ves?

Ambos nos giramos. Las lucecillas naranjas seguían allí, flotando en un paisaje sin forma. Sus pequeños círculos de luz se repartían aleatoriamente, a distintas alturas y tamaños, de manera espectral. Dejé que mi acompañante tomara conciencia de lo que estaba pasando, mientras el autobús seguía recorriendo una carretera que parecía no tener fin.

–      ¿Qué opinas ahora? –dije con cierta condescendencia al ver su rostro alarmado.

–      ¿Hace cuánto que hemos pasado la Torre del Agua?

–      La última vez que miré el reloj eran las 3:07 a.m., pero haría unos diez minutos desde que la habíamos dejado atrás.

–      Déjame tu móvil, quiero ver qué hora es.

–      ¿Por fin me tomas en serio? –le dije a la vez que le tendía mi mundo entero–. Por cierto, obvia mi fondo de pantalla.

–      Son las 3:38 a.m. Es imposible que todavía sigamos dando vueltas, ya deberíamos de estar dentro de la ciudad –sus susurros se elevaron en un tono de preocupación–. ¿Y el resto de pasajeros? ¿Por qué no dicen nada?

–      ¡Eso mismo quería saber yo! Todos están dormidos – dije con voz más calmada que alarmada.

Nos mirábamos preocupados y el miedo del uno incrementaba el del otro. Nos volvimos de nuevo hacia el paisaje que teníamos ante nosotros, sin ver ni saber en qué punto del mapa nos encontrábamos. Fuera todo seguía siendo oscuridad y fríos puntitos naranjas que marcaban el camino. Pero ¿qué camino?

 

Continuará…