No quiero escribir. Estas palabras me las arranca una intuición, un castigo, una promesa de amor que, como todas, juraré haberme olvidado de haber hecho. No quiero escribir, pero la escritura en sí misma se interpone entre las letras y mis dedos, me arrastra a desbordarme sobre el papel, abriéndome la herida una vez más para no acordarme de qué sangro, si esto que toma forma, existencia, es un coágulo, un óvulo o un poco de pus camuflada en rojo carmesí.

No quiero escribir, pero aquí estoy, de vuelta al papel que me ha sido dado. Soy una adicta a su blancura, un horizonte nevado que se extiende ante mí para corromperlo con la suciedad de mis gestos. También soy adicta a las palabras que surgen de ellos y a rellanar los huecos del folio con sus composiciones improvisadas. La música escribe la partitura en silencio para que luego otro interprete sus señas. Tengo que penetrar en el vacío, horror vacui llevado a su máxima expresión. Levanto un templo a partir de mi carne y los jugos de mi estómago para decorarlo con excesos de raciocinio y capas de irrealidad. Desde el altar, un Cristo haciendo el símbolo de la Trinidad me contempla como un juez al reo, soy la oveja que se ha salido del rebaño y bala una última vez antes de ser degollada por su verdugo.

No quiero escribir porque escribir desde el órgano latiente cuesta. Duele como un peso que colocan alrededor de él, haciendo que cada encogimiento se parezca a un primer día de gimnasio. Temo a lo que tenga que decirme el silencio, qué hay detrás de lo que callo y cuánto puede abarcar mi nada. ¿Qué soy si no soy esto? No quiero escribir para no tener que materializarlo, porque lo que no se nombra no existe y a mí a veces me gustaría no estar. Pero al escribir me nombro, me introduzco en el papel, en una orgía de verbos, adjetivos y sujetos que me encadenan a guardarme de decirlo todo. Callo para no traicionar, por vergüenza a mostrar la sombra que se alarga tras de mí. Por más que me aleje sigue ahí, a mi vera, como la siguiente respiración que no quiero hacer y llena mis pulmones.

No quiero escribir pero escribo. Porque es escribir o morir. Porque es vaciarme o ahogarme. Porque es nombrar o callar. Y si no nombro, no me entiendo, no comprendo lo que sucede alrededor de mí, es necesario vaciarme de todos pensamientos que acumulo como gotas de agua antes de que se desborden y me hundan. No quiero ser la niña del pozo, tampoco estar en una película de terror japonesa. Digo adiós a mi infancia como quien se despide del amigo que acaba de hacer en la playa y no volverá a ver, o ya nunca reconocerá. La memoria es una trampa ligada a la supervivencia. Pongo la misma pasión y el mismo sacrificio en mi huida, a la permanencia de estos huesos enraizados al hado que nos define. El destino es una cosa de la que no se puede escapar y cuanto más lo niegas más tardas en hacer que sus brotes florezcan. Pero me niego a oler a jazmín, sigo prefiriendo el barro, confundir mi aroma con su pegajosidad. Es el peligro de revolcarte tanto en él, cuesta desprenderse, reconocerse otra vez en el espejo y darle nombre a la criatura que desconfiada nos devuelve la mirada.

No quiero escribir, pero lo necesito. Porque esta que ahora está aquí contigo, tiene el mismo miedo, el mismo desgarrón y la misma soledad que busca cubrir de lenguaje. La lengua nos salva, tiende puentes entre códigos que hay que descifrar y naturalezas que han de ser descubiertas para que, contempladas y comprendidas, puedan pasar a ser tierra sobre la que germinar. Pero sigo sin querer escribir porque me da miedo construir, volver a levantarme sobre términos de los que intencionadamente he olvidado su significado, palabras que prefiero confundir antes que buscar en el diccionario. No quiero escribir porque a veces preferiría ser una analfabeta, analfabeta del lenguaje y de las emociones, porque ambos van ligados. No se puede escribir si no sientes, como no se puede evitar escribir cuando necesitas desesperadamente volcar el desorden de sentimientos que te acribillan. Vuelve esa necesidad de desembocar las aguas en la escritura para ver qué es lo que lleva la corriente y qué refleja en su quietud.

No quiero escribir, pero me escribo porque no soy otra cosa más que escritura: esta parte de mí que ves desnuda en el papel.

 

Perfil de Max Prentis.

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