8:17 a. m. Estoy en un café de la Plaza San Sebastián, creo que se llama Nuevo Olé. No lo recuerdo, cuando he entrado por la puerta todavía arrastraba el sueño que las sábanas no han logrado atrapar esta mañana. Huele a granos de café, a napolitana de chocolate y a un festín de sabores que poco a poco van despertando a mi olfato dormido. Se respira paz, la calma de un amanecer que poco a poco se quita las legañas para despertar a la ciudad que todavía duerme.

Dejo mi bolso y mi abrigo en una mesita que hay frente a una ventana con vistas a la fuente. Menos mal que mi padre no me ve, le daría algo si supiese que estoy dejando abandonado en una silla mi monedero con un contenido inferior a 5 € —si lees esto, tranquilo, todo sigue en su sitio. Bueno, menos un billete de 20 € que encontré en un bolsillo del abrigo y que, tras tomármelo como una señal del destino, me gasté en un par de libros…—, junto al cuaderno y a uno de los libros salvavidas que siempre llevo conmigo. Voy a la barra y me pido una tostada con tomate —como no— y una taza de café con leche de soja que no tarda en llegar a la mesa. Me hace gracia, una espiga de espuma me sonríe desde la taza; me va a dar mucha pena deshacerla.

Me muevo con lentitud, disfrutando de cada detalle, del murmullo de las conversaciones que se levantan entre bostezo y bostezo, del sabor del tomate con aceite y pan que se mezcla en mi boca, del color de las flores silvestres que decoran la mesa, del baile tan bien coreografiado de las camareras que se mueven en su escenario de vasos, platos y comida —la cual cada vez llena más y más las vitrinas del bar—. Cada detalle completa una pincelada más del cuadro general que componemos todos nosotros dentro de este peculiar lugar, reunidos por la rutina o la casualidad, compartiendo el amargo y dulce sabor del café tostado junto con las primeras luces del día. En ese instante somos arte, una obra efímera y fugaz en el tiempo, y ¡qué lástima que no seamos conscientes de ello, que nadie esté allí para retratar este momento!

8:36 a.m. Las vistas desde la cristalera me permiten ver amanecer Zaragoza, admirar como poco a poco el sol cubre sus tejados de luz, como la gente se sacude el sueño del cuerpo y empieza a ocupar sus calles. Los negocios comienzan a abrir sus persianas, personas coronadas por gorros de lana que apuran la última calada del cigarro antes de entrar al local, de ponerle ritmo y sonido al nuevo día. Casi oigo como suenan las cajas registradoras aún vacías. Poco a poco, su interior se ilumina, alumbrando las calles aún anochecidas; los escaparates parecen cobrar vida, la luz y el color los invade, productos que llaman a gritos a nuevos compradores.

Desde que he llegado con las primeras luces del alba asomándose tímidamente hasta ahora, ha cambiado drásticamente el paisaje de las aceras que surcan las calles, las cuales cada vez se llenan más de transeúntes que llegan tarde al trabajo y corren sin fijarse en como el sol asoma entre los edificios. Personas que huyen a sus cubículos, a los quehaceres diarios que tal vez hoy supongan un antes y un después en sus carreras profesionales. No lo creo. Los observo y me siento afortunada por esta tranquilidad que me envuelve, por esta consciencia y desprendimiento del tiempo que me rodea. Solo estoy yo y una ciudad que vuelve a sorprenderme con su rugido.

Ojalá pudiera parar el tiempo y quedarme aquí, observando como la gente viene y va, viendo como la luz se despereza para cubrirlo todo, con su lento movimiento que busca abarcarlo todo; el juego de luces y sombras que se desata sobre las paredes de los edificios, la lucha eterna entre sus contrastes, la fina línea que los separa y deja hueco a una minúscula escala de grises.

Ojalá pudiera quedarme aquí, disfrutando de otro café coronado con una espiga hecha de espuma, escribiendo, mirando a aquellos que se atreven a cruzar la calle en medio de este frío,… Tengo tantos pensamientos, tantos deseos, tantas ideas y proyectos,… ¡Y tan poco tiempo para hacer todo aquello que me propongo! Pero, espera, calma, disfruta, saborea esta instante, esta emoción y este reposo de la mente. Camina con calma, no te apresures, no tienes prisa, tienes todo el tiempo del mundo para hacer lo que te propongas, para ser quien buscas ser, ya lo estás haciendo.

9:03 a. m. El ruido de las voces y de la vajilla que entra y sale de la cocina se intensifica, llenando cada rincón del bar. La gente continua con su paso apresurado en la calle. Yo me siento en paz, con el corazón latiendo un poco más fuerte, debe ser por el café y por esta felicidad tan repentina que aparece cada vez que escribo.

Recojo mis cosas. Otra vez, sin quererlo, he vuelto a acampar y a esparcir todo sobre la mesa. Menos mal que mi madre no está, le daría algo al ver tanto desorden, tanto chisme fuera de sitio. Vuelvo a echar un último vistazo por la ventana, en un intento de quedarme con las últimas pinceladas del artista que hoy retrata esta mañana soleada, de guardar el aroma de la mezcla de los óleos que desprenden olor a comida, cháchara y movimiento, los colores alegres que dan vida a los edificios y surcan las calles. Imagino trazados veloces y borrosos para retratar a todos aquellos transeúntes, contrastados con pinceladas firmes y realistas que plasman la inmutabilidad y permanencia del esqueleto que alza la ciudad. No puedo creerme lo que veo, cómo me siento al mirarlo. De nuevo, vuelvo a estar conectada a esta ciudad y a las personas que le dan forma y luz cada día.

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