Podía sentir el agua del mar rozando mis pies desnudos, su ir y venir sin fin.

Podía hundir mis dedos sobre la arena mojada, levantando pequeños bloques de arena compacta.

El sonido de las olas ocupaba todo mi campo auditivo, era como llevar cascos conectados al dispositivo mar.

Lo mejor era sentir el calor del sol bañando mi rostro, con ese calor único del atardecer de agosto, suave y tostado, delicado y dulce, como un amante cuidadoso.

Me encantaba extender los brazos y sentir la brisa marina sobre mi piel, haciendo bailar mi vestido azul a su son, besando aquellas partes quemadas por el calor del sol, despeinando mi ya desordenada larga melena morena.

Podía estar con los ojos cerrados y sentir todo eso, no necesitaba ver el azul del mar, teñido por los naranjas y amarillos del atardecer, no necesitaba ver las velas blancas de los barquitos que volvían al puerto ni a las gaviotas surcar el cielo, me conformaba con oírlas.

Parece mentira que dentro del continuo caos en el que vivimos, haya lugares donde se guarda todavía tanta calma; donde el ruido atronador de los pitidos, los motores en marcha y el ajetreo de la gente nerviosa y con prisas apenas sea un murmullo lejano en el universo.

Era maravilloso perderse en el ruido de las olas chocando dentro de una caracola. Es por eso que siempre he intentado tener una pequeña caracola conmigo, para poder volverme a transportar a aquellos días ya tan lejanos y enterrados en la arena.

Alguna gente piensa que la arena es lo único malo de la playa, sin embargo, a mí siempre me ha encantado hacer castillos con ella, llenarme las manos y el cuerpo de ese polvo de ola al montar un lugar para hacer cobrar vida a mis historias. Parece de niños jugar con arena, pero ¿por qué tenemos que evitar ser niños? No hay nada mejor que hacer dibujos sobre la arena mojada, sintiendo como poco a poco se abre esa tierra tierna bajo la fuerza de tus dedos y, como luego, las olas se llevan ese nombre que tu corazón guarda con anhelo.

¿Y qué hay de jugar a saltar las olas?¿ O de zambullirte de lleno dentro de ellas? ¿Y de ese sabor a sal cuando pasas la lengua por tus labios?

Siempre me ha llamado la atención la rapidez con la que las gotas de agua se secan al sol, dejando un rastro de sal sobre tu piel, con esa sensación pegajosa que solo se te pasa cuando te vuelves a meter en el mar.

Siempre que ya estábamos acercándonos a la playa, después de un viaje vacío de vida, lleno de arbustos que, más que chupar agua, parecía que chuparan tierra, de grandes elevaciones de terreno que no llegaban a ser montañas, y de kilómetros y kilómetros de carretera larga y gris; siempre que ya comenzaba a ver esa fina línea azul recortada en el horizonte, no podía evitar abrir la ventanilla del coche para sentir su brisa marina sobre mi rostro, mezclada con el olor a sal y arena, ese olor que siempre me recordaría a esos maravillosos veranos en la costa.

Leer otros de mis Microrrelatos