En aquel pueblo los rumores estaban a la orden del día, se podría decir que formaban tan parte del lugar como los propios habitantes. Se acumulaban como el polvo en las estancias de cada casa, volviéndose poco a poco parte de las historias populares que llenaban las conversaciones de sus vecinos. Siempre se repetían los mismos cuentos llenos de chismes y supersticiones y daba igual el lugar en donde apareciesen: en el pequeño y siempre vacío mercado, donde los comerciantes intentaban vender sus escasos y caducos productos; en la escuela, cada vez más llena de aulas sin niños y libros que se deshacían como el hojaldre; en las granjas que se habían quedado sin más animales que sacrificar o criar; en los campos secos y estériles; o en las propias casas que llevaban tiempo desmoronándose en silencio.

Sin embargo, el rumor más grande que recorría todo el pueblo y al que ninguno de sus habitantes se atrevía a hacer mención era el misterio que asolaba la casa de las afueras. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba en pie aquel edificio en ruinas ni en qué momento fue construido. Todos daban por hecho que ya estaba mucho antes de que ocupasen el lugar. Tampoco se había visto a nadie dentro de ella, aunque también hay que decir que ningún pobre diablo se atrevía a acercarse a sus alrededores. Era un lugar que todos sabían que existía, pero al que evitaban en su día a día como si así lograsen que fuese a desaparecer.

Desde pequeña, Andrea había sentido una inexplicable atracción hacia esa casa. Recuerdo, incluso, que soñaba con vivir en ella. Jugaba a inventarse historias de brujas que se habían olvidado sus escobas y cuadernos de hechizos, de caballeros malditos que se habían quedado atrapados en el tiempo y cuyo castigo era guardar el tesoro que habían intentado robar tiempo atrás, o de hadas que fingían ser humanas y que le dejaban atravesar la puerta de la cocina que llevaba a su mundo. Es por eso que cuando Iván le retó a ir con él a la casa, no dudó un instante en aceptar.

Iván y ella habían sido vecinos, compañeros y amigos de toda una vida y es por eso que a ninguna de las familias de ambos les extrañó la noticia de su noviazgo. Sus familias se decían que estaban destinados para estar juntos. Otros, sin embargo, opinaban que simplemente el roce hace el cariño y más aún en un sitio donde las opciones son tan reducidas.


Aquella misma noche, la enorme puerta de metal oxidado abrió sus chirriantes fauces para recibir a sus dos nuevos huéspedes. Iván fue el primero en pasar, cómo no, tenía que hacerse el gallito. Andrea le siguió inmediatamente, como una sombra que huye de la luz. Ambos visitantes quedaron maravillados por el esplendor que irradiaba la casa, aun en la penumbra de la noche.

Obviamente, aquel edificio había vivido épocas mejores y ahora solo quedaba de él los recuerdos que sus paredes guardaban para aquellos que saben escuchar el murmullo del pasado. La casa estaba calada por la inocencia. Lentamente, se adentraron por un camino rodeado de jardines de hierbajos y helechos, el cual les llevó hasta la colosal entrada enmarcada por grandes columnas de sucio y deteriorado estucado. Iván abrió la puerta, la cual emitió un profundo gruñido, como si acabara de despertar de un largo sueño.

El interior les impresionó aún más. Un espacio gigantesco se abría paso, con un montón de escaleras de madera que subían y bajaban hacia un millar de dependencias, de las cuales, muchas de ellas, estaban tapiadas. Las brechas del techo dejaban entrar la clara luz de la luna y un olor dulzón se extendía por toda la casa.

Movida por el ritmo de una canción que solo sonaba en su cabeza, Andrea comenzó a moverse con mayor libertad por dentro de la casa, marcando con sus pies el ritmo de aquella melodía invisible. Danzaba movida por una energía que no pertenecía a su cuerpo, pero que, sin embargo, le hacía sentirse completa. Segura. Con la delicadeza de un colibrí, su pie derecho se posó en la entrada de la única puerta de la casa que se encontraba totalmente cerrada. La abrió y lo primero que vio fue la oscuridad. Poco a poco sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la sequía lumínica y pudo distinguir lo que parecía una vieja cama de matrimonio. Continuaba con las sábanas puestas, como si aún siguiera esperando a unos huéspedes que ya jamás volverían. De repente, Andrea notó como la mano de Iván se cerraba entorno a su muñeca, mientras que los dedos de su otra mano pasaban suavemente, como la brisa marina, por su espalda desnuda. Cerró los ojos y suspiró. Parecía que esa cama podría volver a ser usada.

Cuando Andrea se giró en busca de los labios de Iván, la sorprendió la más inmensa soledad. ¿Dónde estaba Iván? ¿Qué coño había acabado de pasar? ¿Había alguien más? Salió disparada de la habitación con el nombre de Iván clavado en sus labios, pero cuando lo fue a decir, un grito de horror lo sustituyó y un olor a cloaca derrapó por sus fosas nasales. Iván ya no estaba.

Corrió como nunca antes lo había hecho por el vestíbulo que, ahora, se había convertido en lo que parecía el interior de una garganta mugrienta. A cada paso que daba parecía hacerse más y más grande, al mismo tiempo que las paredes se extendían y encogían hacia todas las direcciones. Un color verdoso iluminó toda la casa y, con él, comenzaron las risas y el murmullo de unas voces que le ponían los pelos de punta. Andrea tenía que salir de esa casa monstruosa, pero no dejaba de tropezarse con el suelo serpenteante, el cual la iba arrastrando más y más hacia el interior de la casa. Parecía una pesadilla. ¡Era una pesadilla! Y no podía despertarse.

Cuando ya se iba a dar por vencida, hubo algo que de repente la expulsó de ella a toda velocidad, como un flash de luz. Al momento, se encontraba al otro lado de las verjas, de espaldas a la casa. ¿Qué había pasado? Andrea se giró para mirar hacia el antiguo edificio, pero ya no estaba. ¿Es que acaso alguna vez había llegado a existir?

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