No sé qué es lo que tienes, Septiembre, para deprimir tanto a la gente. Tal vez sea que tus primeras semanas son las fechas fronterizas que separan el idilio del verano de nuestra caída inminente en el quehacer de las obligaciones; o quizás sea que el sol está de resaca postvacacional y se va a casa antes, por fin ha comprendido que Sempiterno no existe y que, a pesar de tener una plaza fija en las alturas, colisiona contra el suelo como el más común de los mortales, ha visto que las estaciones pasan, y que el verano es un amor pasajero que se baja antes de llegar a la última parada.
No sé si será que el calor ha quemado todas las energías que íbamos a volcar en aquella lista de planes, meros guiones que se supone que terminarían ocupando toda nuestra maleta de viaje y que, sin embargo y contra todo pronóstico, han quedado abandonados en la pista de aterrizaje; puede que sea que tus días se han convertido en recuerdos amargos de un amor que nunca llegó a empezar, una de esas pasiones que dejan el regusto salado de las lágrimas que, revoltosas, vuelven a hundirse en la mar, un dulce y cutre suvenir del que no desprendernos jamás, una instantánea atrapada en un pasado fugaz —huérfana en un rincón cualquiera, vestida con las motas de polvo de la temporada pasada—.
No sé si serán las calles que comienzan a llenarse de gente gris que va toda prisa, pequeños bichitos que recorren el hormiguero de una ciudad que se tambalea ante su paso desordenado y desentrenado, muñequitos de trapo que llegan tarde al trabajo; o tal vez sea que la suavidad de la piel expuesta vuelve a quedar escondida tras la rancia tela de unos tejanos o que se propagan noticias que hablan de vestidos secuestrados en armarios hasta el próximo julio y de cuerpos tostados que se convierten en lienzos en blanco.
Desconozco si el verdadero motivo será que tus inicios están plagados de exámenes que hay que aprobar sea de la manera que sea, hojas vacías a rellenar con las últimas gotas del sudor de agosto, tan espesas como los días de estudio a finales de mes, encerrados en bibliotecas donde derretir el tiempo agonizando de calor, protegidos, no obstante, de los últimos saltos bomba de niños que no quieren volver al eterno encierro del aula del colegio. Quizás sea que a medida que tachamos los números de tu página del calendario, los helados se nos quedan más congelados en la lengua y las cañas de mediodía dejan de saciar tanto nuestra sed, o tal vez sea que las paellas se han quedado sin gambas ni calamares, que el arroz se ha pegado a sus bordes y que se han marchitado los girasoles.
Puede que guarde relación con el hecho de que la atmósfera haya dejado de oler a crema solar, de que las chicas ya no bailen en el Arenal Sound o de que las noches se hayan vuelto a abrigar de nuevo con los pijamas de rayas de Primark. Quizás sea que el agua de la piscina se ha quedado helada, las terrazas desiertas —sin familias llenas de niños sobre los que despotricar—, o que los grillos y las cigarras hayan puesto punto y final a su breve carrera musical.
Tal vez solo se trate de que eres un mes plagado de finales esperadamente inesperados y de principios voluntariamente involuntarios. Quizás sea que todavía hueles a verano y tus hojas no se han secado, que la risas todavía se escuchan y la música no se ha terminado. Igual tú eres el más inocente de todos y nosotros somos los más tontos, aquellos que se ponen propósitos que podrían escribir en cualquier otro mes del año. Tal vez sea que tienes esa doble cara de víctima y verdugo, que seas otro prisionero del tiempo y que hayamos sido nosotros quienes te hayamos encerrado entre fotos de gatitos que marcan cada mes del calendario.
No sé qué es lo que tienes, Septiembre, para que estés en boca de tanta gente, con ese regusto agridulce de las cosas que una vez nos hicieron felices y que, ahora al recordarlas, nos vuelven las personas más tristes. Apenas me acerco a saber cuál es el secreto de tu hechizo, la palabra mágica que tendría que romper este supuesto maleficio, te ves tan inocente vestido en tus ropas de entretiempo que me resulta imposible culparte de esta tormenta de odio en contra del frío.
Tú, que eres el timbre que suena e interrumpe la pausa del recreo, el estruendo de una alarma que te arranca de los brazos de Morfeo, el peor de los sustos en una peli de miedo; tú, que no elegiste estar entre el sofoco de agosto y la tranquilidad de octubre, entre los verdes que tiran a amarillos ocres y los rojos que se vuelven marrones; tú que no tienes ni idea del tiempo que hace, de si hay que salir con chaqueta o seguir en tirantes. Tú que eres una invención del propio hombre, que podrías haber tenido cualquier otro nombre, despertar en él otros tipos de emociones. Tú que ocupas tan poco y escueces como ninguno, que dueles tanto y te marchas lento. Tú, Septiembre, que sigo sin saber qué es lo que tienes, déjame pasarte antes de que esta vuelta a la rutina acabe por matarme.