El agua del mar se reflejaba en sus ojos color salitre, siendo dos tormentas grises que ningún marinero se atrevía a escrutar. La espuma que chocaba contra la popa, se quedaba atrapada en su espesa y andrajosa barba gris en pequeños copos de nieve. Estaba mordiendo su pipa con gesto nervioso, sin embargo, su mirada retaba a la misma muerte.

El viento soplaba fuertemente, haciendo avanzar a la colosal nave a un ritmo muy lento y perforando las ya desgastadas velas blanco roto, las cuales colgaban como una fila de trapos sucios. Los cabos se escapaban de sus nudos, mientras que los marineros rodaban de un lado a otro del barco como barriles de pescado.

La tempestad atacaba el frente del enorme navío, al mismo tiempo que las nubes cargadas de lluvia azul les cegaba el campo de visión, reduciéndolo todo a un borrón marrón verdoso. Todos los piratillas estaban borrachos de sal y agua, mezcla que a muchos les hacía irse por la borda. Como fondo se oían los siniestros cánticos de las sirenas que les incitaban a abrazar una sentencia de muerte en sus pechos de mujer.

Mientras tanto, el capitán luchaba contra un timón que no paraba de girar como un imán enloquecido, atrancándose y escapándose de sus manos callosas. Sin embargo, su firmeza y experiencia acabaron por domar a la bestia giratoria. Y cuando el gran pirata abrió su boca, los truenos comenzaron a sonar:

  • Dejad de bailar y atad los cabos, panda de furcias acabadas.

Todos los piratillas de baja calaña corrieron a coger los cabos, que serpenteaban libremente movidos por el fuerte viento. Muchos de ellos se quemaron las manos al intentar atrapar sus ásperas trenzas, pero finalmente consiguieron atarlos o, al menos, sostenerlos por un rato con sus manos curtidas en la labor de la mar. El caos reinaba en la proa y los gritos e instrucciones quedaban ahogados por el fuerte quejido del cielo y la mar. Algunos de ellos empezaron a temer que aparecieran escamas en su piel, después de un largo tiempo luchando por abrirse paso en mitad de tanta agua.

Estaban exhaustos tras tantos meses de trayecto, el cual parecía no tener ni rumbo ni final. Habían partido persiguiendo una antigua leyenda, siguiendo las locuras de un capitán que cada día estaba más viejo y que tan solo se limitaba a vivir de los recuerdos gloriosos del pasado y de antiguas aventuras que ya nadie recordaba. Nunca antes habían navegado en busca de un destino tan incierto, ni si quiera sabían si habría un botín ni de qué clase sería, en caso de que existiese. ¿Cómo se lo repartirían? ¿Serían solamente sueños de arena? ¿O, al fin y al cabo, su capitán no estaba tan acabado?

Cuanto más fuerte gritaba el viento, más alto se reía el capitán, mostrando sus dientes negros carcomidos por los años en la mar. Las cicatrices de su rostro se volvían más tenebrosas con cada relámpago que rompía las nubes. Sus cejas caían sobre sus ojos, fruncidas en una continua expresión de enfado que nunca desaparecía de ese semblante incapaz de amar algo que no fuera la crueldad y ferocidad de la mar.

No recordaba su vida sin oír el suave sonido del oleaje chocando contra la húmeda madera del barco, o la bravura y ferocidad con la que la mar se rebelaba ante cualquier objeto que se atreviera a cruzar sus aguas grises. Solo él tenía el permiso para recorrerla con total libertad y, por ello, conocía cada uno de sus rincones y secretos, pues había sido el único capaz de volver a la vida tras su beso salado. Desde entonces, la sal del agua recorría su cuerpo ahora envejecido, mientras que un millar de historias de barcos encallados y marineros perdidos poblaban su cabeza. Esperaba con ansia el momento de volver a unirse a su amada y, con el paso de los años y el olvido de las viejas pasiones y distracciones que dominan los cuerpos de los hombres salvajes, lo buscaba con más fuerza e ímpetu. Ya nadie le iba a parar en su última y más arriesgada aventura; con ello, conseguiría el mayor de los triunfos que se le puede dar a cualquier hombre de mar.

En ese instante, los piratas desterrados comenzaron a cantar una lúgubre canción, recordando a sus amadas prostitutas y a sus tesoros escondidos. Ya nadie se acordaba de ellos, ya no eran temidos por los hombres y, mucho menos, por lo niños, que solamente los veían como simples marionetas de cuento, cuyas cuerdas habían sido cortadas por el paso del tiempo y la inocencia perdida. Pero el capitán no iba a dejar que nadie se olvidara de su temido nombre que solo los más atrevidos probaban a murmurar.

Agarró el timón firmemente y siguió adentrándose cada vez más en la tormenta, hasta que las propias olas y nubes se tragaron el barco por completo. En ese momento, el retumbar de sus cañones en busca de pelea fue silenciado por el gemido piadoso del cielo; mientras que las jubilosas canciones y las juergas de media mañana, a base de ron y whisky, se ahogaron bajo la espuma de una ciudad sin rumbo. Los sueños de los marineros plagados de tierras llenas de mujeres y riquezas fueron enterrados por el abrazo de un ser que no tenía dueño. Las maderas de la nave dejaron de crujir y ya no quedaba ningún cabo suelto que atrapar ni ninguna vela que remendar. No quedó nada más de él, ni si quiera sus astillas en la mar. Sin embargo, a pesar de ello, nadie se olvidaría nunca jamás del temido capitán que tripulaba la nave. ¿Todavía no sabes cuál era su nombre?

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