¿Hasta qué punto nos comprometemos a día de hoy? ¿Seríamos capaces de dar la vida a cambio de seguir nuestras propias convicciones? Quizás esto último es una actuación demasiado radical que habría que dejar relegada al ámbito de las tragedias griegas o shakesperianas, pero tampoco creo ir tan desencaminada al afirmar que en la actualidad nuestro nivel de compromiso, ya no solo con los demás, sino incluso con nosotros mismos, es muy escaso. Parece que a día de hoy con lo único que somos capaces de comprometernos es con mantener actualizado nuestro perfil de Instagram o Facebook para no perder, así, a nuestros queridos “followers”. Pero ¿qué hay de nosotros? ¿Qué hay de ese post que hace que seamos como somos? ¿Acaso le hemos dado a ocultar de nuestro perfil para que la gente no descubra la cantidad de filtros que nos separan de la realidad?

A día de hoy, en una sociedad en la que lo tenemos todo para estar informados y poder tomar un papel importante dentro de ella, parece que lo único que nos importa es compartir el último meme que hemos visto de un gatito disfrazado. ¿A qué extremo hemos llegado? Puede que Huxley no fuese tan desencaminado con su novela de ciencia-ficción Un mundo feliz y que tan solo nosotros hayamos dado los primeros pasos hacia un mundo donde los valores humanos esenciales no tienen cabida. Con ello, tampoco quiero desacreditar a la gente que sí que está involucrada por conseguir una sociedad mejor y actúa siguiendo sus ideales. Sin embargo, no puedo evitar sentir que hemos perdido gran parte de ese espíritu de lucha personal por hacernos personas de valores. Y esto me lleva a preguntarme si estamos ante una crisis de valores sociales y personales.

Vivimos en una época donde el individualismo está en alza, por lo que deberíamos de creer que, al menos, hay cierta preocupación por parte del individuo por cultivarse a sí mismo. Sin embargo, cada vez más, tendemos a un individualismo vacío, en el que la apatía y la comodidad predominan por encima de todas las cosas. Tengo la sensación de habernos transformado en las cáscaras vacías de las pipas que escupimos al suelo en los Clásicos del Madrid-Barça. Nos hemos vuelto seres egoístas que andan esposados a sus móviles y a un sinfín de obligaciones por su propia voluntad. Sí, lo he dicho bien, por su propia voluntad. Creemos ser libres, pero ¿realmente lo somos?¿No nos hemos vuelto prisioneros de la tecnología y del ritmo vertiginoso en el que todo avanza?

Nos quejamos de las injusticias que ocurren en la sociedad; colgamos posts y noticias en nuestros muros de Facebook diciendo lo que debemos o no de tolerar; twitteamos y retwitteamos frases de indignación, apropiándonos de palabras que no nos pertenecen; y en nuestras historias de Instagram dejamos noción de nuestro cabreo general por las atrocidades que el ser humano llega a hacer. Pero ¿llegamos a hacer algo más que no sea subir contenido de apoyo y solidaridad con otros o de críticas y quejas hacia actuaciones que, por muy ajenas que nos sean, al final nos acaban afectando? Puede que alguno llegue a proponer soluciones a través de un comentario en el perfil de un amigo de su Caralibro, pero ¿creéis que esa persona hará algo por cumplir las palabras que escupe en su teclado?¿O, más bien, se limitará a sentirse satisfecho con el “granito de arena” que cree haber aportado al mundo gracias a un comentario fortuito en el muro de un desconocido?

Hasta hace nada, las personas se dejaban guiar por lo que dictaba una conciencia embadurnada en creencias religiosas, valores morales y hábitos aprendidos en la escuela y en casa. Pero ¿y ahora qué? Nuestros hijos nos hablan con expresiones que nos son totalmente ajenas y vemos que hacen cosas a las que nosotros no le vemos sentido alguno – ¿qué es eso de niñorrata y de que han troleado a mi niño? ¿Qué ahora mi hijo quiere ser gamer? ¿Qué narices significa eso? ¿Qué dice de que sus amigos le han retado a hacer el reto de la canela? ¿Estamos tontos? –, dicen que quieren ser Youtubers, ¿pa´qué? No sé, igual para seguir el curso del río del individualismo, al que cada día más generaciones se suman – especialmente, las más jóvenes. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es eso de coger una cámara para grabarte a ti mismo contando trazos sueltos de tu vida? Una vida que tampoco es que tenga nada de especial ni de diferente a las del resto, simplemente que tú la compartes con los demás, mientras que esos “demás” se limitan a vivirla en silencio. Con ello, ¿quiero decir que grabarte y subir contenido propio a Internet esté mal? ¡Para nada! Es más, hay vídeos que son muy buenos, no solo por como puedan estar editados o no, sino por el fondo y el mensaje que tienen.

¿Y qué pasa con el fenómeno Netflix o HBO? Se nos hace imposible imaginar cómo podríamos llenar nuestro tiempo sin sus series de narcotraficantes, niños que montan en bici y reyes luchando por un trono de hierro, ¿no? Sin embargo, ¿no pensáis que, de algún modo, todos los guiones que las sustentan nos están marcando cómo vivir? ¿No creéis que estamos bajo su influencia? Cada día, en redes sociales, en televisión, en Internet veo cómo me están diciendo que tengo que vivir y qué es lo que me va a hacer feliz; me enseñan vidas de “ensueño” a través de fotografías con un sinfín de hashtags del estilo de #couplegoals #fashion #lifestyle #love #perfectcouple #travel¿En serio somos capaces de resumir nuestras vidas y nuestros sentimientos en una mierda – ya me perdonaréis el término – de símbolo que no significa NADA? ¿De verdad tenemos que compartir cada minuto de nuestra vida? – eso sí, de nuestra “maravillosa” vida, alejada de cualquier imperfección –. Seguro que detrás de esa sonrisa y de toda esa ropa “guay” hay una persona que no sabe ni quién es y que quizás ni se lo pregunta; seguro que detrás de esa pareja que se está besando en uno de los muchos viajes que hacen a lo largo del año, no hay amor, incluso puede que ayer mismo hubiesen discutido por culpa de Netflix – Cariño, de verdad, no es lo que parece… ¡¿Cómo que no es lo qué parece?! ¡Me dijiste que me ibas a esperar! ¿Y con qué me encuentro? ¡Con que has empezado la última temporada de Juego de Tronos sin mí! –. Se me ocurren un montón de ejemplos y seguro que se me escapan otros tantos, pero al final se resume en eso, en que, hoy en día, nos venden mentiras, sueños vacíos que nos alejan de nuestro yo, del individuo que podríamos llegar a ser si no nos entretuviésemos con chorradas que no nos aportan nada, más que frustración y la sensación de que no estamos viviendo como deberíamos.

Estamos rodeados de un extenso catálogo de entretenimientos que nos alejan de nuestra propia formación como individuos. No hay nada malo en encontrar nuestros momentos de relajación y desconexión, es más, es otra manera de conectar con nosotros mismos – efectivamente, también podemos estar online y offline desde nuestra cabeza – pero, de nuevo, aparecen los límites. No podemos pretender estar offline toda una vida, ¡nos la vamos a perder! Tenemos que jugar con el botoncito verde de conectado y desconectado. Tenemos que ser capaces de comprometernos con la realidad, con nosotros mismos y no dejarnos arrastrar por una fantasía que, más que llenarnos, nos resta como seres. Y, tal vez, cuando hayamos logrado construirnos como tales, podamos salir de ese individualismo gobernado por el mundo de los hashtags y de las fotos con filtros, y empezar a hacer cosas de verdad.