Corría como nunca antes lo había hecho. A pasos de gigante intentaba alejarme de aquel horrible recuerdo. Mi respiración se entrecortaba con cada zancada que daba. No podía pararme. No, tras haber visto aquel charco de sangre bajando en sinuosas curvas espesas. No podía. El olor a metal me perseguía y podía llegar a notar su sabor oxidado en mi garganta, presa de aquel frío de comienzos de noviembre.
No hacía mucho que me había mudado a aquel piso en pleno centro de la ciudad. Su propietario estaba desesperado por venderlo y, teniendo en cuenta mi precaria situación económica, resultó ser una ganga. A pesar de su bajo precio, resultó ser un piso fantástico y, aunque sus habitaciones no eran especialmente grandes, tenía dos plantas repletas de ellas. Sin embargo, la mejor parte era la impresionante biblioteca que había en el despacho de al lado del salón y a mí, como lectora empedernida que soy, me conquistó en seguida. Al principio, me extrañó el precio del piso, más adelante, me preocupó. ¿Cómo podía venderse una joya así a ese precio tan patético? Decidí no darme más mal, pues estaba feliz entre aquellos libros y el olor a madera de sus estanterías.
Mientras corría sentía las calles vacías, como si todo lo que hubiera fuese aquella niebla y yo. Nadie me paró a preguntarme por qué corría de aquella manera tan desesperada ni si quiera me paré en ningún bar a buscar el calor de lo humano; sabía que aquella imagen llena de sangre no iba a desaparecer de mi vista. Sin embargo, necesitaba sentarme, calentarme con un buen cappuccino, tal vez, también necesitaba pararme a reflexionar sobre aquella horrible situación.
Seguí corriendo, bajando cada vez más el ritmo hasta llegar a un pequeño pub, con un cartel de color azul pastel a la entrada, donde en letras blancas y curvas ponía “El Cielo”. Me hizo gracia el nombre dado la macabra situación que acababa de vivir hace un momento, parecía que aún seguía enfrente mío sujetando aquel cuchillo de cocina. Parpadeé y volví a aquel pub tan acogedor.
– Buenos días, ¿desea algo? – Me preguntó una camarera que estaba recogiendo los vasos y servilletas de la mesa más próxima. Solo estábamos ella y yo.
– Bueno – comencé a decir con una voz agrietada – Me vendría bien algo caliente.
– No se preocupé, servimos el mejor cappuccino de la ciudad – me dijo, guiñándome un ojo.
Me senté en la mesa que acababa de limpiar y me quede perdida contemplando toda la decoración tan azul del pub. Se trataba de otro de esos bares que últimamente estaban tan a la moda, con plantitas por aquí y allá para darle un toque más natural y chic, y un montón de chismes anticuados que solo tenían cabida en esta clase de lugares para darle un tono más retro y bohemio.
La camarera volvió con una gigantesca taza de café, de la cual sobresalía una masa de blanca espuma llena de cacao en polvo. En cuanto lo vi, se me olvidó aquella imagen de ese brazo inerte colgando por encima del escalón.
Qué bien olía y menuda pinta tenía, pero el sabor… Era algo incomparable. Sabía a estrellas, a cabellos de ángel, a vida. Es tan difícil encontrar un buen café fuera de casa… ¡Qué anda que encontrar algo así!
La camarera, viendo mi cara de satisfacción me sonrío y abrió la boca para decirme algo, algo que nunca llegó a salir, algo que se quedo flotando en el silencio frío que de repente ocupó la estancia. El cappuccino dejó de saber a maravillas y un amargo y familiar sabor me llenó la boca. De repente, mi café ya no era más que un charco de sangre líquida marrón, que se salía a borbotones de la taza. Cuando alcé la mirada, él me estaba mirando muy de cerca. Su mirada negra y vacía me hizo temblar, pero lo que realmente me asustó fueron sus palabras:
– Acabé con tu novio, acabé con esta puta camarera y ahora… Voy a acabar contigo, zorra.